sábado, 13 de diciembre de 2014

Renegado. El oso. Capítulo 1. Orah de río Norit

Renegado. El oso.

Libro encontrado en la biblioteca personal de Gengis Kan, traducido por Aitor Hernández Eguíluz

Gracias por hacer caso a tu curiosidad y por entrar en esta historia, de la que te cuento el inicio. El libro tiene 500 páginas de intrigas, amistades y amores para toda la vida, odios y venganza para más allá de la vida, reinos nacientes y que otros caen antes de tiempo... todo ello con unos pasajes crudos y otros más cómicos, para agradar a todos los paladares. Deja que te este relato te lleve a las mil y una aventuras que se cuentan, algo que pudo sucede en realidad o no hace tres mil años, ¿quién sabe?...

Si no te gusta leer en el ordenador te puedes descargar el pdf aquí: Renegado. El oso. Capítulo 01_Orah_de_rio_Norit.pdf



01. Orah de río Nórit


Son conquistadores, son la destrucción
son las espadas del conquistador.
.
 Ñu: “Ejércitos del conquistador”, Cuatro gatos, 2000 
Escudo de Armas de la Familia Balantrem


Les oí cantando esta canción alrededor de la lumbre, la víspera de nuestra aciaga llegada. Me llamo Tzaratustra, aunque todos me llaman Tzara, y entonces cumplía la misión como avanzadilla:
“Vinieron de muy lejos, de nadie sabe dónde
llegaron saliendo por el horizonte,
vinieron con sus armas portando su estandarte
jinetes, soldados, en busca de tu sangre.
Llegaron en silencio, sin gritos, sin palabras,
su único mensaje era entrar en batalla,
las gentes se preguntan si acaso son mortales,
ángeles caídos o bestias infernales.
Son conquistadores, son la destrucción,
son las espadas del conquistador
A veces se paraban, también retrocedían
pero siempre terminaban por volver alguna jornada
vinieron a adueñarse del mundo y sus fronteras
clavando en los muertos sus propias banderas.
Son conquistadores, son la destrucción
son las espadas del conquistador.”
No era la primera vez que oía esta canción en la Comarca. Se había extendido de forma invisible por todos los confines del reino de Indas I, la cantaba todo el mundo con cierto temor y mucha veneración. Lo que ahora era un reino en paz y armonía, no siempre había sido así. Muchas Rondas de las Estaciones atrás las distintas ciudades limítrofes a este lado del sagrado río Orbem, que todos denominaban de igual forma como la Comarca, estuvieron enfrascadas en cruentas guerras que desangraban a sus gentes. Hasta que una mano férrea, la del caudillo de Oñorgol, se impuso sobre el resto, no sin esfuerzo, para dar inicio en la Comarca a una época de sosiego y prosperidad, basada en la ley de sus jueces y en el orden de sus ejércitos, que propiciara un renacer del comercio. Su éxito se decía que estaba basado en la superstición de que era invulnerable mientras un juglar llamado Lockem tocara, oculto a la vista de todos, su flauta durante la batalla. El nuevo rey nombró como su senescal a Lockem y quiso fundar una dinastía apoyado en su hijo, también llamado Indas. Pero sus planes estaban amenazados por un misterioso Señor de la Guerra, del que yo misma era sus ojos en la sombra. Este sanguinario guerrero, gigante como una montaña, sólo creía en un poder, el de su brazo, bajo el que todos los seres vivos de esta parte del mundo tendrían que cobijarse. El que estuviera contra él sólo podía hacer una cosa, someterse o morir. Ese era el destino también del loco proyecto de un rey pusilánime, que nunca podría llevarse a cabo y que sería víctima sí o sí, del poder de las armas.
Los habitantes de Orah de río Nórit no sabían que dicha noche, fuera la víspera de la jornada en que unos guerreros de leyenda estaban a las puertas de su aldea o, mejor dicho, que la historia de su aldea iba a cambiar de forma trágica. Dicho poblado estaba ubicado en una extensa zona llana rodeada de campos de cultivo, entre el río que le daba su nombre y un risco o mogote que servía de abrigo a sus últimas casas. El lugar era famoso por la maestría de sus canteros en el arte de cortar y modelar la piedra. Ésa era la causa de que mi Señor se hubiera fijado en ella, porque quería para sí la habilidad de estos artesanos en su última locura, hacer un palacio en la piedra a la altura de su poder.
De esta forma me encontraba yo en sus inmediaciones, una mujer eminentemente guerrera que se convertía en la vanguardia de su ataque final y que analizaba varias jornadas antes los puntos débiles de la plaza a atacar. Yo había sido criada por el que ahora se hace llamar Sinjoro, que en mi lengua materna se traduce por Jefe Supremo, pero que entonces no era conocido por ese nombre. Fui adiestrada, por él y por su compañero de armas: Sajodem de Aromaz, en el noble arte de la batalla y en el endiablado juego de la táctica militar, y, por supuesto, tenía su confianza para ser la ojeadora de lugar por atacar, de espiar las condiciones en que se encontraba el enemigo, de diseñar el ataque y de encontrar los puntos débiles de su defensa. Esta idea estaba basada en el ejercicio más viejo de la humanidad: la caza; en la que el hombre debía de observar las costumbres de la presa para prever sus reacciones. Aunque no era una estratagema, ni suya, ni mía, sino de su lugarteniente, Sajodem de Aromaz, que ya no participaba de la lucha, pero que había desempeñado esa labor antes de encargarme de ella yo. El espía encargado de esta misión, además de mostrarse invisible para las víctimas, o por lo menos sus intenciones, tenía que preocuparse de evaluar las defensas enemigas, de analizar los caminos y vías de comunicación o de huída, y de descubrir los pastizales en que alimentar a los caballos y los refugios donde ocultarse hasta el ataque definitivo. Porque nuestra verdadera fuerza radicaba en el desconocimiento, la sorpresa y una leyenda de seres malvados, casi demoníacos surgidos del mismísimo infierno, difícil de predecir su ataque y mucho más complicado de seguir el rastro.  
No es que esta misión desentrañara demasiado peligro o que el ataque conllevara excesiva complicación, sino que el asunto iba más allá del puntual asalto. Los rivales eran un puñado de agricultores y artesanos acostumbrados a la azada o al punzón. La única oposición podría venir del retén de dos soldados que el rey mantenía como mínimo en cada población. Lo que estaba en juego era nuestra reputación, no podíamos descuidar ningún detalle para que el asalto estuviera a la altura de nuestra leyenda. Los guerreros invisibles comandados por un despiadado jefe, que dejaba a su paso una estela de caos y destrucción. Un ejército formidable que surgía de la nada para arrasarlo todo a su paso, y que luego desaparecía de la misma forma, como tragado por la tierra, y suscitaba tremendas dudas sobre su existencia real, o si era solamente producto de la imaginación de la gente, si no fuera por la desolación de los muertos que lo avalaban y hacían una trágica realidad. Algunos se aventuraban a opinar que no eran personas reales, sino demonios que Tarem, el dios de la guerra, les enviaba por algún desconocido pecado, con lo que la conmoción en las tierras de Oñorgol era cada vez más patente.
Llegué dos jornadas antes. En la primera jornada recorrí las calles del pueblo disfrazada de vagabunda, mientras que la segunda la dediqué a reconocer los alrededores. No es fácil para una desconocida mujer pasar desapercibida por las calles de una pequeña población como Orah y menos cuando no era jornada de mercado. Mi habitual pequeña representación de mujer de la vida que iba de pueblo en pueblo en busca de clientes, nunca era bienvenida entre las estrechas mentes de los labriegos, por lo que nunca encontraba interesados en desfogarse y podía recorrer el pueblo sin demasiados impedimentos. Esta tapadera también me servía para inspeccionar la garita que ocupaban los dos tristes soldados del rey, siempre radicada en una de las salidas de la población. Esta inspección tan a fondo no era necesaria para la misión, porque un ojo avizor en una posición elevada era suficiente para plantear un ataque tan sencillo como éste: aprovechar el amanecer de la jornada para pillar de imprevisto a un ejército de labriegos que no esperaban un ataque. Sin embargo, yo necesitaba esta inspección ocular a pie de pueblo para demostrarme a mí misma cada vez que desempeñaba esta misión, que era capaz de camuflar mi paso, de mostrarme invisible y de ocultar mis intenciones a los ojos de las víctimas.
En la inspección de campo, lo primero era estar segura de que en los alrededores no pululaba nadie que pudiera dar la señal de alarma. Los agricultores no eran peligrosos porque los campos de cultivo generalmente estaban alrededor de las poblaciones para evitar robos o por razones de seguridad. Por el contrario, había que poner mayor atención en los pastores, que debían alejarse de los campos y adentrarse más en los bosques en busca de pastos para sus ganados. Hasta ahora había tenido suerte, nunca había sido descubierta por ninguno de ellos. Esto hubiera supuesto un grave contratiempo práctico y moral, práctico porque la misión no podía abortarse una vez puesta en marcha la maquinaria guerrera, además de que de ninguna forma iba a presentarme yo delante de Sinjoro a confesarle mi falta de pericia a la durca de cumplir con mi misión. La otra opción era mucho más drástica, pero tenía una pequeña carga moral: hubiera tenido la obligación de silenciar a sangre fría al desdichado descubridor. Sin olvidar, además, las complicaciones que podría acarrear para la causa final, ya que su desaparición repentina haría sospechar al pueblo, si éste no volvía al atardecer. Luego estaba el problema de todo el ganado y de los perros pastores, que también podían aparecer por la aldea y ponerlos sobre aviso. ¿Qué podría hacer? Matarlos a todos. Si ya me sentiría mal por matar porque sí a un inocente hombre, aniquilar a todo un rebaño y a sus diligentes guardianes, además de estúpido, era también difícil de camuflar.
Luego, lo más importante para la misión era encontrar un lugar oculto en donde poder pasar la noche, lo suficientemente alejado para no ser descubiertos, y lo mínimamente cercano para que el recorrido no cansase tanto a los caballos que pusieran en peligro el éxito final del ataque armado. La noche previa era de gran importancia, porque, por un lado, nuestros soldados tenían que descansar del pesado viaje y alimentarse bien para afrontar el desgaste físico de la lucha, con el inconveniente de que no podían hacer fuego; y, por otro, debían pertrecharse en vestuario y armamento de acuerdo al papel guerrero que les tocaría desempeñar. Esta ubicación, tenía que estar orientada necesariamente hacia el lugar desde donde se iba a iniciar la incursión. Por todo ello, el ojeador tenía que moverse alrededor de la población con suma rapidez, porque el tiempo apremiaba, y tenía que ser muy intuitivo a la durca de elegir las ubicaciones. Por eso necesitaba del apoyo de una montura que, también habría que camuflar para poder moverme de un lado a otro con mucha libertad. Mi yegua, Koroĉiela, era de gran ayuda, porque cuando llegábamos a las inmediaciones del objetivo lo primero que hacía era ocultar mi impedimenta en alguna recoveco o cueva para moverme con mayor ligereza y si tuviera que ocultarla también a ella, el problema hubiera sido mayúsculo por la inveterada impaciencia que demostraban las caballerías en un lugar cerrado tanto tiempo como el que tendría que pasar.
Sin embargo, a mi Koroĉiela la podía despojar de todos sus arneses y cualquier marca de domesticación, para que pudiera moverse libremente como si de un caballo salvaje se tratase y pasar desapercibida. Además, fruto de su domesticación me seguía a una distancia prudencial, cuando me encontraba en las afueras, o se quedaba alejada de la población a atacar. Si me era necesaria, acudía a mí presto gracias a un silbido que acostumbrábamos a utilizar ella y yo para estas ocasiones. Como yo también dominaba el noble arte de montar a pelo, la podía utilizar en cualquier momento para moverme con toda libertad y cumplir a rajatabla con mi misión.
         La orden de ataque era clara. Nada de gritos intimidatorios, el mero retumbar de los cascos de los caballos, el gemido de las bestias en esa durca de la nueva jornada en que la oscuridad comparte con la claridad, que marca el inicio de la mañana, y nuestras caras pintadas de rojo eran siempre suficientes para hacer reinar el caos en donde sólo unas durcas antes domeñaba la confianza y el sosiego. ¿Qué pensarán los labriegos? ¿Qué se les pasará por la imaginación, al despertarse con el diablo pegado a su pellejo? ¿Se encomendarán a la bien amada Cresa, Diosa de la tierra, que no es capaz de cuidarles? Sus cultivos estarán perfectamente protegidos, pero… y ¿su vida? ¿Quién cuidará sus campos después de haber conocido al diablo en persona? Nadie está a salvo en esta época en donde el resto de dioses tiemblan sólo con oír el nombre del Dios de la Guerra, Tarem. Sin embargo, en esta ocasión, Tarem no había salido en busca de sangre, sólo necesitaba tres fuertes maestros canteros, el resto de los habitantes de Orah no tenían por qué probar el filo de nuestras espadas, sólo verán tras el paso del Señor de la Guerra que sus propiedades han sido semidestruidas, sólo les quedará su triste vida para quejarse al rey Indas porque tampoco les ha protegido. Sólo podrán quejarse, claro está, los que no opongan resistencia. El Jefe Supremo de esta horda de fuego y destrucción, sólo matará a los que no se dejen arrasar impunemente, a los que no permitan esquilmar sus posesiones o quemar sus casas.
Como en todas las ocasiones que era posible, el ataque se iniciaba por el lado de la salida del sol, al tiempo que algunos soldados de la retaguardia levantaban una nube de polvo arrastrando unas zarzas, para crear junto a los incipientes rayos de sol teñidos de rojo una atmósfera fantasmagórica que alentaba los términos de la leyenda. Mi última misión previa en estos asaltos fáciles era fingir la llamada de alarma para que los labriegos despertaran de golpe en una pesadilla. Como era previsible, la resistencia fue mínima y se solucionó con algún brusco arrollamiento con el cuerpo de los caballos y aislados golpes con el ancho de las espadas, con lo que acababan mordiendo el polvo unos cuerpos solamente acostumbrados a la azada. La única fuerza militar visible se comportó como siempre ocurría en los asaltos. Los soldados del rey, en cuanto vieron el percal del asunto, hicieron dejación de su función protectora y subieron a sus caballos y huyeron de Orah como las alimañas cuando se prende un incendio. Esa parte del plan nunca fallaba y, en cierto modo, contábamos con, ello porque diseñábamos el ataque de forma que se pudieran escapar para que extendieran por la corte de Indas la maldición del Señor de la Guerra que asolaba esta parte del mundo conocido.
Al mismo tiempo de generalizar el caos en la aldea y para asegurarse de que no hubiera ninguna sorpresa, se iban comprobando todas las viviendas una a una y se reunía a los habitantes del pueblo en la plaza. Mi grupo se encargó de las chozas al lado del risco, bajo el que se agrupaban algunas construcciones. Sólo quedaba por registrar una cabaña algo más alejada del resto y, por lo tanto, la más cercana al risco, en la que habían entrado dos de mis hombres que tardaban en salir, mientras un tercero esperaba en la puerta por si había sorpresas dentro. Me acerqué a su puerta cuando estaban saliendo los otros dos. Nada más verme se cuadraron y uno de ellos me hizo un resumen de la situación:
—¡A sus órdenes, mi señora! Sólo hay dentro un hombre muerto.
—¿Un hombre muerto, soldado? ¿Estás seguro…? Es extraño…
Me había llamado la atención esta cabaña, en primer lugar porque se encontraba aislada del resto y al abrigo del mogote, y, en segundo, porque en el mercado de la jornada en que me había infiltrado por las calles de Orah me había fijado en sus moradores, una pareja con una niña, ellas muy bellas y él con una pinta lo más alejada a la de los agricultores que vivían en el pueblo, que no me cuadraba con el resto de sus habitantes. Las órdenes no impedían a ningún soldado matar a alguien y nadie le haría rendir cuentas. Sin embargo, el asalto era lo suficientemente tranquilo como para ahorrarnos las muertes. Podía ser casualidad, pero ésta no olía asomar mucho en esto esforzados tiempos y en mi cabeza rondaba una intuición. Además, el asalto estaba tan bien delimitado que era raro que otro grupo se hubiera ocupado de la cabaña con anterioridad de forma trágica. Luego estaba el asunto de sus mujeres, por lo que les comenté:
—¿No había una mujer o una niña dentro? –Me contestó negativamente moviendo la cabeza de un lado a otro.
Tenía que inspeccionar la cabaña personalmente porque las mujeres no podían haber desaparecido como por arte de magia. Pero no podía entrar sola, si hacía caso a mi intuición, por lo que les pedí que me acompañasen adentro. Tras unos instantes para acostumbrarme a la penumbra, acompañé con la mirada el pobre, pero decorado con gusto, aspecto interior. En un primer instante, me fijé en el cuerpo tendido en un charco de sangre en el centro de la cámara, que podía corresponder perfectamente al hombre, pero al momento, como si mi mirada estuviera dirigida, descubrí la salida trasera que no estaba muy bien camuflada. Al momento, salí sola y recorrí con la vista el escarpado sendero que subía por el risco, por donde pudieron huir perfectamente la mujer y la niña. Sin embargo, presentí que todo estaba demasiado claro para ser verdad y decidí reconocer el cuerpo tendido.
—¡Alto soldado! –el que me encaró en la entrada estaba a punto de agacharse sobre el cadáver– ya me encargo yo.
—Lo siento señora, pero no tenía la intención de registrarlo para quedarme con sus cosas, sólo quería ver cómo murió, soy un hombre íntegro que nunca robaría a un muerto hasta que se nos permite al final de la batalla –se disculpó y después se retiró al fondo de la cabaña.
—No lo digo por eso a mí ya sabes que no me importan esas cosas materiales que os tienen como locos a los varones, sólo quiero cerciorarme de todo antes de actuar. Aquí hay algo raro.
         Al tiempo que empezaba a remitir afuera el ruido de la batalla, por llamar de alguna forma el desigual combate entre avezados soldados y desorganizados campesinos, reconocí en el muerto al hombre de la otra mañana, quien tenía un impresionante cuerpo, bien proporcionado, ya que no destacaban los músculos del tren superior frente a los del interior, ni viceversa. Su vestimenta no decía nada, era la de un labriego, por lo que le di órdenes para que me ayudaran a darle la vuelta. Los otros dos soldados, con ganas de agradar o de llevarse una recompensa, se aprestaron sobre el cuerpo antes que yo, que, de súbito, me diera cuenta tarde de que por debajo de la ropa se dibujaba en la cintura del campesino un arnés guerrero.
         El yaciente tapado se incorporó del falseado charco de sangre a una velocidad felina empuñando una poderosa espada con su mano izquierda, que, en un abrir y cerrar de ojos, ya había atravesado el vientre del primer soldado y estaba a punto de cercenar la energía vital del segundo, cuando desenvainé mis dos amados alfanjes y me tensé para acudir en su ayuda junto al soldado retrasado que ya se mostraba en pleno ardor guerrero. Llegamos yo y el soldado que se había quedado apostado en la puerta al centro de la cabaña cuando ya nuestro segundo compañero doblaba ambas rodillas hasta posarlas en el suelo, ya sin vida. El desconocido dio un ágil giro sobre su tronco, esta vez a la derecha, y volvió a tensar su cuerpo presto a una nueva embestida belicosa por parte nuestra.
         Empeñé mi crédito en mi mejor golpe para minimizar las ya elevadas pérdidas para este tipo de refriegas en aldeas indefensas, que él defendió sin esfuerzo, al tiempo que paraba también el golpe de mi compañero, que cayó al suelo. Tras el consabido paso atrás por la violencia de los golpes, mi impertérrito contrincante decidió atacarme, considerándome más peligrosa que mi ayudante, al que dejó un poco de lado. A duras penas podía aguantar los envites con la ayuda de mis dos espadas, en una posición de inferioridad ante tan formidable adversario, que además tenía la particularidad de ser zurdo, un rasgo poco común que dificultaba pelear con él. Cuando ya pensaba que yo también iba a engrosar la lista de sus víctimas, su espada de bronce se quebró ante la dureza de mis armas, hechas con un material desconocido por estos pagos, y tuvo que dar un paso atrás. Además, mi compañero, al caer sobre el charco de sangre descubrió la trampilla que mi contrincante al parecer quería enmascarar indirectamente con la salida trasera y directamente con su cuerpo. El desconocido dio entonces un estremecedor grito y cejó en su empeño de atacarme, para volverse hacia mi aliado, cuando aproveché para darle un golpe en la nuca con la empuñadura de Glavo, mi espada de filo recto empuñada por mi mano derecha. Al principio, el titán pareció no afectarse por el golpe, impelido por una desesperación inédita hasta ese momento; pero no me preciaría del pobre resultado de uno de mis golpes, si no empezaran a flaquear sus fuerzas, si no se trastabillara y si no apoyase su espada en el suelo para no caerse. No obstante, sus movimientos perdieron velocidad y su ánimo a flaquear al ver abierta la trampilla y descubierto su tesoro. Mucho más cuando empezó a entrar más gente en la cabaña con Sinjoro a la cabeza.
         La incorporación de tanta tropa supuso un obstáculo insalvable entre mi figura y la trampilla. Sin mayor dilación el desconocido se vio rodeado de contrarios en un pequeño espacio y sujetado al tiempo que sacaban de su escondrijo a una bella mujer y a una niña de no más de cinco Rondas de las Estaciones.
—Tzara, ¡qué tenemos aquí! ─tronó el Sinjoro─ ¿Por qué has tardado tanto? ¿Acaso estás perdiendo facultades?
         Le expliqué el caso al detalle mientras salíamos todos al exterior. El desconocido, que era bastante alto, se quedó a un lado rodeado de nuestros mejores hombres y la mujer y la hija fueron custodiadas por otro par de hombres junto al grupo de labriegos supervivientes del asalto que habían sido hechos prisioneros.
—No solemos tener mucha resistencia y menos aún bajas de buenos luchadores en pueblos de mala muerte como éste. ¿Quién eres? ─le espetó al tiempo que le cruzaba la cara de un revés de izquierda.
         El siempre terrorífico golpe del Señor de la Guerra, en esta ocasión sólo produjo un leve volteo del rostro del desconocido sobre su robusto cuello, aunque, eso sí, le dejó como recuerdo un leve reguero de sangre en la comisura izquierda de su boca. Esta gratuita violencia no consiguió su objetivo, porque el gesto del valiente no cambió ni un ápice y le siguió un silencio seco y pavoroso. Durante el mismo pude fijarme en él de nuevo, en este caso por el frente. Su pelo negro, aunque estaba sudoroso, lo tenía increíblemente cortado para lo que era costumbre entre los hombres en estos tiempos y se adivinaba ensortijado a pesar de su escasa longitud. Su frente altiva como el risco se remataba en su base con dos finas cejas que anticipaban las cavidades oculares esculpidas que albergaban dos vivos ojos glaucos de los que emanaba su seguridad ya que no permitían mantener su mirada, ni un instante. Su cara era redondeada, en la que se encajaba un robusto mentón, cuyo rasgo más característico era el hoyuelo que completaba cual medalla de honor. Era más alto que la media de los hombres de esta época, pero aún así era algo menos alto que el Señor de la Guerra.
El desconocido
La ronca voz de este último me despertó del ensueño:
―Tú lo has querido. Para que luego no digan que consigo todo por la fuerza. Traerme a su tesoro, que ella me lo dirá.
         Del grupo de aldeanos los dos soldados se adelantaron unos pasos con la mujer y la hija del desconocido hasta alcanzar la altura del bárbaro gerifalte, que sin mayor dilación espetó a la rubia madre:
―Usted, mi Señora, sí sabrá el nombre de este insensato…
         Era impresionante la diferencia entre esa torre humana de músculos y furor, siempre vestido de negro y con su cabeza cubierta por un morrión coronado por un penacho de plumas. En altura sacaba la cabeza a todos sus contemporáneos y en envergadura sucedía otro tanto. Frente a él una frágil muchacha que no pasaba ligeramente el tercer setenario de Rondas de las Estaciones, de pelo rubio, casi blanco y de una fragilidad constatable, que apenas le llegaba a la boca del estómago al gigante. No obstante, la diferencia física tampoco influyó en la mudez de la mujer, que no soltó palabra, a pesar de estar temblando como un junco.
         La cara del caudillo empezó a dibujar un semblante de impaciencia que le llevó a levantar el torso de la mano abierta y amenazarla con descargar un golpe, como a su hombre. Tampoco este gesto hizo mella en la mujer, que, después de cerrar los ojos en espera del golpe, le devolvió una mirada de indiferencia que, por supuesto, tampoco vino acompañado de ninguna respuesta.
―¡Bueno! ¡Bueno! Está bien enseñada, la tienes bien aleccionada. Veo que de ella tampoco sacaré nada en limpio. Lo intentaré con la chiquilla.
         A partir de aquí se desencadenó la tragedia. Cuando Sinjoro se disponía a poner la mano izquierda sobre el mentón de la niña, que había estado en todo momento abrazado a la pierna derecha de su madre, ésta sacó de improvisto de entre sus ropas una daga con la que hirió el antebrazo del gigante. Sinjoro dio un salto hacia atrás, al tiempo que desenvainaba su espada, y ajustició impunemente a la madre y a la hija de un mismo tajo, ante la desesperación del desconocido, quien se revolvió entre los brazos de los cuatro soldados que lo custodiaban, al tiempo que lanzaba un juramento en una lengua desconocida para todos; y casi consigue zafarse de ellos hasta que le dejaron inconsciente con un golpe en la nuca.
―¿Quién era el encargado de su custodia? –bramó el jefe, a continuación mientras las dos féminas morían en mis brazos.
―Yo, mi señor.
         Se presentó dando un paso adelante un soldado de mediana altura y fuerte complexión, pero que estaba lívido y temblando, no sin motivo, porque acto seguido Sinjoro le sesgó el cuello con la sangrante espada, al tiempo que amenazó a todos los concurrentes.
―Si no era capaz de registrar a fondo a una indefensa mujer, mucho menos me valdría como soldado. Estoy rodeado de ineptos por todas partes. No puede quedar así este ultraje –prosiguió el bárbaro–. ¡Matad a todos menos a dos viejos y quemad todo el poblado! Que los supervivientes cuenten al resto del mundo el fin que le espera a todo aquel que ose rebelarse contra mí.
         Nunca me habían gustado estas exhibiciones de fuerza fatua con el vencido, y en esta ocasión mucho menos por la tragedia que acababa de contemplar sin mover un dedo, a medias por fidelidad y a medias por miedo hacia el Jefe Supremo. No pude sino alejarme de la infame masacre y dirigirme hacia el río Nórit a lavarme la sangre de las dos inocentes que murieron en mis brazos. Mi desasosiego no me dejó olvidar la belleza de la mujer y la que se adivinaba en la hija, y, por primera vez en largo tiempo, dejé de lado mis intereses en movimientos de ataque y de defensa en la luchas, de armamento con el que alcanzar el éxito en las contiendas, las vestimentas defensivas más apropiadas y, en definitiva, en la exhibición de músculo más o menos varonil; para fijarme en el reflejo que me devolvía la límpida y tranquila corriente de agua para compararme esta vez como mujer.
         Estaba claro que no podía competir con la beldad de la difunta, pero en esta ocasión, presté atención a mi feminidad, ya que miento, si no me puedo considerar más afortunada que muchas otras, pero admitiendo que mi belleza no era la que acostumbran a verse en las mujeres de estas tierras. Mi largo pelo moreno y liso, encorsetado en una coleta y recogida durante las refriegas en un moño bajo mi nuca y protegido por el arnés superior, para que no me molestase durante el combate; dejaba libre a la vista mi largo y estilizado cuello que se remata en un rostro perfilado, en donde sobresalían mis grandes y almendrados ojos negros, que acaban dentro de una cuenca rasgada hacia el exterior, herencia de mi origen del Ocaso, en las lejanas tierras en donde vemos que se pone el sol todas las jornadas. Una nariz fina y proporcionada y una amplia boca de blanquecinos dientes y carnosos labios, conformaban el resto de una cara, rematada por un cutis color aceituna acentuado por el moreno de mi vida a la intemperie.
Tzara vista por sí misma
         Eso sí, si yo era derrotada en belleza y dulzura, no había asomo de comparación en cuento a mi cuerpo. Mientras ella era el prototipo de matrona cuyo único cometido en la vida era perpetuar la especie y cuidar el bienestar de su hombre, mi físico se tuvo que adaptar al de la vida de los hombres. Mi cuerpo era proporcionado, destacando unas largas piernas acostumbradas, en relación con su musculatura, al ejercicio físico y al esfuerzo continuo. También mis brazos habían soportado un duro entrenamiento, pero en vez de destinado a coger musculatura para aumentar la fuerza, ejercitado en la agilidad y la resistencia. Esta desventaja la había suplido con el manejo conjunto de dos espadas: Glavo, la espada recta que me gustaba decir que representaba la vida, y Scimitar, la curvada que simbolizaba la muerte, gracias a mi mentor en el arte de la guerra, Sinjoro, que me había rescatado de los brazos de mi padre moribundo cuando yo todavía no había cumplido mi primer Ciclo Solar ya que tenía pocas Lunas de vida. Mi ya olvidado progenitor me había cuidado hasta entonces, después de haber perdido a mi madre por unas fiebres. La única parte de mi cuerpo que no estaba adaptada para la lucha eran mis generosos pechos de los que muchas veces renegué porque me dificultan la lucha con ambas espadas, pero me sentía orgullosa de ellos porque me daban ventaja con los hombres en otras lides alejadas de lo guerrero.
Me sacaron de mi ensimismamiento el relincho de un impresionante caballo negro, Babucem, a cuya grupa cabalgaba el no menos imponente Sinjoro, que con su acostumbrada rudeza me reconvino:
―Vamos Tzara, no podemos quedarnos eternamente a la intemperie, y aquí hemos acabado ya con nuestro cometido.
―Me prometiste que no utilizaríamos la violencia y la fuerza contra la población indefensa después de la rendición –me salió este reproche que podía parecer que ponía en duda mi fidelidad.
―Ya sabes que mi persona es intocable, mis hombres hace tiempo que ya aprendieron que no me puedo permitir ningún tipo de ofensa, venga de quien venga. Te he dicho siempre que la autoridad se basa en el miedo, tanto entre las huestes del enemigo, como en el subordinado más aguerrido. No podía dejar pasar impune esa ofensa.
―Aunque viniera de una mujer cautiva e indefensa –le respondí con dureza.
―¡Me hubiera gustado que probaras las afiladas uñas que clavó en mi brazo!
―Aún así, no me gusta –ya mucho más calmada por la resignación de encontrarme ante su presencia.
―Nada se hace por gusto en esta época de incertidumbre. ¡Es lo que hay! Nos vamos ya ─yo era la única persona, junto a Sajodem, que tenía la potestad de contradecirle sin recibir ningún daño.
―Sí, Sinjoro. Tenéis razón, ¡como siempre! Debemos marchar. Pero permitid mi osadía, ¿por qué no acabáis también con la agonía de ese noble guerrero?
―¡Ya está todo dicho, Tzara! Ha acabado con tres buenos soldados... Hasta que descubramos su nombre, nos lo llevaremos cargado de cadenas, para que se acuerde siempre de esta jornada. ¡Nunca se sabe si puede sernos útil! ¡Está en deuda conmigo! Cuando me la pague, yo mismo acabaré con su vida.
―¿Qué más te da su nombre? Yo creo que ya ha pagado un alto precio. ¡Acaba con su sufrimiento!

         No obtuve ninguna respuesta puesto que volvió la grupa e inició el repliegue a El Refugio y yo no tuve más remedio que seguirle y no hablé con él nuevamente hasta tres jornadas después.

Nota del Traductor: Las ilustraciones que aparecen son cortesía de mi cara amiga, poetisa y pintora, Rita Turza, gracias por compartir tu arte en mi traducción.
Asimismo, la canción que se canta es cortesía, a su vez de José Carlos Molina, alma mater del grupo de rock, Ñu, que bien pudieran haber inventado los habitantes de la Comarca. Si no lo has oído nunca, ya está tardando.
Si quieres conocer el resto de la historia, see ruega comentarios a favor y en contra para verificar la posible publicación del libro si crea la suficiente expectación. 
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